viernes, 16 de septiembre de 2011

NUEVO CAPITULO de Mensajes para un gran amor CAPITULO 4






CAPITULO 4

Cuéntame al oído tus secretos


(primera parte)



Sor Inés aceptó realizar una visita al desdichado que permanecía internado en la clínica. No estaba segura de poder conseguir lo que necesitaba Teresa, y rogaba al Señor, para que el alma de su amiga ya no se atormentara, con las insinuaciones maliciosas de terceros.
 Era una fría mañana dominical. Inés llevaba café caliente en un termo y llegó justo al lugar, cuando tomaba la última taza. Por suerte su vieja camioneta  no sufrió ningún contratiempo durante el camino que la demorase. Eso sí, no le exigió velocidad. Y después de cuatro horas de viaje, estaba en el sitio que le había indicado Teresa. No parecía un hospital. El edificio era similar a una enorme y elegante residencia particular, rodeada de muros formados por tupidas madreselvas que ocultaban la visibilidad de un bonito jardín. Sin carteles ni señales que indicaran que se trataba de un sanatorio.
Un guardia en la entrada, al verla vestida con su hábito religioso, le permitió pasar. En la recepción se le pidió que firmara un registro y enseguida apareció una enfermera que la guió hasta la oficina del director del nosocomio. La enfermera golpeó la puerta con sus nudillos, y sin esperar una respuesta, la abrió. Ambas mujeres entraron a la oficina. Un hombre canoso, de unos cincuenta años, con gruesos lentes, se puso de pie cuando la vio junto a la enfermera.

-Doctor, la hermana Inés tiene una cita, para  hablar con usted- anunció la enfermera.

-Buenos días, hermana tome asiento- le indicó amablemente el médico.- Debo decirle que me sorprendió mucho su llamada telefónica. Porque nadie alguna vez, preguntó por el paciente que usted desea ver- Le dijo, acomodándose en el sillón de su oficina nuevamente.  

-Gracias por recibirme doctor. Me enteré hace muy poco sobre el paciente y que estaba internado aquí, es mas, no tenia idea de que existía esta clínica a tan pocos kilómetros de San Onofre- admitió Inés.

- El ingreso a nuestra institución se produjo hace unos cuarenta años. Desde esa época casi no habla- le informó el profesional- Rara vez lo hace y lo único que sabemos es qué, alguien que nunca dio su nombre, arregló que sus gastos estuvieran pagos durante toda su vida.

Para el médico, quién ingresó al paciente en el centro de salud, representaba un verdadero enigma. Todos esos datos en los registros figuraban en blanco.

-¿Podré ir a su cuarto para verificar su estado actual de salud? -preguntó la religiosa.

-No hay problema hermana, pero no espere gran cosa.

Acompañó sus palabras poniéndose de pie y dirigiéndose hasta la puerta.

-Vamos hermana, de seguro estará tomando el desayuno suele estar de buen humor en las mañanas-le dijo haciendo un pequeño gesto con la cabeza para que lo siguiera.

Caminaron por un corto pasillo, y después subieron por la escalera principal que los condujo hasta la planta alta. El edificio no tenía el aspecto de ser un lugar para cualquier clase de paciente, lucía más bien, como una clínica privada para gente rica; gente loca pero con dinero suficiente para seguir viviendo entre pequeños lujos. Otro pasillo apareció frente a ellos, finamente alfombrado de gris. Las puertas, de las diferentes habitaciones, permanecían sin cerrojos, y de algunas, se asomaban internos que los espiaban. Individuos amarillentos con la mirada fría y distante. Seres resignados de la suerte que les había tocado. Sor Inés se compadeció de aquellos hermanos cuyas mentes permanecían bajo ese penoso estado. Estado que los privaba del contacto con la realidad. Demencia a la que habían llegado, quizás por consecuencia de un gran dolor.

El médico se detuvo y le advirtió:

-Hermana, hay algo que le resultará increíble. Mejor véalo usted misma.


Después de decir esto, abrió la puerta del último cuarto del pasillo. La habitación era amplia, mucho más grande que un cuarto normal. En cada pared, resaltaban unos magníficos murales. Estaban pintados desde el techo hasta el suelo. Hermosos y coloridos, era la obra de un gran artista. Un artista lleno de imaginación; que conocía la técnica del arte, y poseía una gran sensibilidad.
No eran figuras terribles, lo que se había representado en aquellos muros, teniendo en cuenta que el autor se encontraba en un psiquiátrico, no demostraban sordidez, al contrario, las ilustraciones eran imágenes bellísimas. Paisajes de mágicos lugares, enriquecidos con delicados detalles de la naturaleza. En una pared, un jardín japonés estaba representado con un lago con peces, lleno de flores y con la típica edificación asiática. En otra pared, dos pequeñas niñas jugaban en una soleada y tranquila playa. La obra daba la sensación de poder sumergirse en ese mar artificial. En las dos restantes, estaban retratadas las mismas dos niñas, jugando en un espléndido parque, con árboles y rosas. Un mural mostraba  el parque primaveral, brillante cubierto por la luz  del día.  El otro era  el mismo escenario con las dos pequeñas, pero cubierto por el encanto de la noche, con una luna plateada como figura central.

Sor Inés no pudo evitar una exclamación, que manifestaba su impresión ante lo que veía. El médico sonrió orgulloso de lo que había en la habitación.

-A veces, me quedo aquí sentado a ver como pinta-le comentó el profesional- Hermana, nosotros tenemos a un genio escondido en la clínica.

Cruzó los brazos y observó un instante, con mirada paternal, a una abuela sentada en una silla blanca de madera. El director se inclinó un poco hasta el oído de la religiosa, y en voz baja le dijo a Inés:

-Ahí está nuestra artista. Desayunando.

La habitación olía a flores. Iluminada por una gran lámpara de techo, no había ventanas pero cada pared parecía un paraíso. Podía decirse que el encierro, tenia su propio color de libertad y que había sido creado, por el ocupante de la habitación.

-Hermana se quedará usted unos minutos sola. Enseguida enviaré una enfermera-le dijo el director y salió con cuidado del cuarto.

Ante la tranquilidad de la paciente, Sor Inés, decidió  presentarse amigablemente. La mujer, a  quien se dirigía, untaba minuciosamente su tostada con dulce de frambuesa y miel. Abstraída en esparcir el dulce sobre el pan. La monja fue acercándose lentamente y cuando estuvo a una distancia, que le permitía hablarle si levantar la voz, le saludó con delicada afabilidad para no interrumpir con brusquedad sus pensamientos.

-¿Cómo estás Dalila?

La religiosa dudaba si podía escucharla, porque se trataba de una mujer mayor, pero su aspecto no era el de una típica abuela. Tenía el cabello muy largo, sobrepasaba su cintura, de un rubio dorado mezclado con varias canas, y lo llevaba prolijamente peinado en una trenza. Usaba un largo vestido verde claro, con un estampado de pequeñas flores blancas, y adornado con volados en el cuello; similar al de las nenitas que aparecen en los dibujos de Sarah Key.

-Me llamo Sor Inés, vine a visitarte porque hay alguien que desea saber si te encuentras bien.

Inés continuó hablando y la anciana ensimismada en la tarea de comer su pan.

-Vengo de parte de Teresa, ella es nieta de tu niñera ¿Recuerdas a Sandrina?

 Trató de despertar algún recuerdo en Dalila.

- Te cuidaba cuando eras pequeña. Ella tenía una hija casi de tu edad. Se llamaba Rita ¿te acuerdas?

Estos datos se los había dado Teresa, para facilitar la tarea de la monja. Intentaba que la anciana mujer pudiese conectarse con su pasado, y aclarar si Rita, era una hija de Don Benito Molinari. No obstante, esperar que Dalila diera una respuesta certera sobre si existía un vínculo familiar con Teresa, se presentaba demasiado complicado.
Ella no decía nada. Ni miraba a quién le estaba dirigiendo la palabra. Seguía en su delicado proceso de untar la dulce miel a cada tostada, sumida en un silencio indiferente. Como la religiosa no obtenía ninguna reacción, probó acercarse un poco más. Estaba a menos de un metro de distancia. Se agachó lentamente hacia delante para tratar que Dalila la mirara a la cara.

-Dalila, y a tu hermana Ester Molinari ¿La recuerdas?- le preguntó Inés

Se produjo una especie de estallido, dentro de ese cuarto. La pregunta fue el detonador de un caos. La interna soltó la cucharita con miel; y empujó la mesa con una fuerza terrible, desparramando toda la vajilla, que se hizo pedazos contra el suelo. Dalila se arrojó al piso, revolcándose con la cabeza entre las manos. Los gritos que lanzaba eran los de un animal desesperado. No se detenía. La religiosa trataba de calmarla, pero era inútil. Tirada en el suelo, con ambas manos seguía sujetando su cabeza y gritando sin parar. Con violencia Dalila se sacudía en el piso.

Una enfermera de guardia, entró en la habitación y preguntó estupefacta:

-¡¿Qué sucedió?!- y enseguida miró ofuscada a la intrusa. Se agachó junto a Dalila y la sostuvo con firmeza.

-Solamente le hablé- explicó angustiada sor Inés-¡Dios mío, por favor! No quise hacerle daño.

-¿Dalila te lastimaste? – preguntó la enfermera mientras revisaba las manos de la anciana que ya no gritaba pero continuaba gimiendo.

Otro enfermero entró en el cuarto. Esta vez, se trataba de un hombre ancho y fornido. Tocó con su mano el hombro de Inés y le pidió:

-Hermana espere en el pasillo, por favor- acompañó sus palabras empujando mansamente a la religiosa hasta afuera de la habitación.

-Vamos a tratar que se calme- aclaró el hombre.

Los gemidos similares a un alarido,  continuaban escuchándose. Sor Inés se quedó de pie sola en el pasillo, muy avergonzada. No esperaba semejante reacción. Varios minutos después la enfermera salía de la habitación. Bajó las escaleras sin decirle nada. Sor Inés esperó un rato más en el pasillo, hasta que apareció el director de la clínica.

-Acompáñeme hermana. Conversaremos en mi oficina-le dijo-No creo que por hoy pueda tratar de comunicarse con ella.





Continuará...



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1 comentario:

Elizabeth Mars dijo...

Hola :)
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Saludos