jueves, 5 de junio de 2014

Quejas razonables.


Quejas razonables


Bastante fría se presentaba la noche. Raymundo Pardo se dispuso a guardar los últimos archivos en los cajones, para poder retirarse a su hogar. Antes, saborearía otro vaso de whisky: Su esposa lo sermoneaba a diario para que abandonara el único vicio que todavía le producía placer; el calor en la garganta de una buena bebida. Para evitar discusiones maritales solía beber tranquilamente en su oficina. El pobre Raymundo, aunque juraba interiormente que tomaría  un vaso o dos terminaba bebiendo una botella completa. Y apareciendo en su casa por la madrugada cantando viejas canciones que despertaban a su esposa. Muchas veces le llevaba flores, tratando de evitar ser recibido a golpes o con baldazos de agua fría. Apoyó el vaso de vidrio sobre el escritorio, chasqueando la lengua saboreó con placer el alcohol en su boca. Una ventisca de aire helado ingresó en la oficina. Raymundo se acercó a la estufa para arrojar otro leño dentro de la salamandra que estaba en un rincón. Entonces se dio cuenta que lo observaban:

—Señor, usted sabe bien quién soy. Personalmente me he visto obligada de venir a  decirle que su conducta me irrita a diario y he perdido las esperanzas que desempeñe sus tareas de forma más profesional; le aseguro que si por mí fuera, usted seria removido de su cargo inmediatamente.

Raymundo estupefacto tropezó cayéndose de rodillas, se levantó pero se le enredaron los pies un par de veces más, hasta que finalmente pudo sentarse detrás de su escritorio. Se acomodó el cabello con la mano derecha para disimular sus nervios.
La baronesa  Zinaida estaba presente de cuerpo entero en toda su solemnidad y cargando en brazos un gordo gato amarillo. Impecablemente vestida y maquillada permanecía de pie en medio de la oficina, y lo miraba fijamente mientras le hablaba.

—He llegado a creer que tiene algo personal en contra de aquellos que pertenecemos a la alta sociedad. Podría enumerar fácilmente las veces que lo he visto en actitudes indecentes y desagradables; como liberar sus esfínteres detrás de los arbustos y pasear entre los rosales rascándose el trasero, o pegar mocos en las ventanas. Y ni hablar de cuando está tan ebrio que se sube encima de las estatuas para cantarle a  la luna, hasta he visto como a cada ninfa griega de mármol, le ha jurado amor incondicional.

Raymundo se puso rojo como un tomate, desconocía que alguien supiese sobre los enamoramientos que le provocaban esas bonitas estatuas de figuras femeninas.

—A pesar de todo, he hecho siempre la vista gorda durante mi estadía ¡Pero usted ha llegado a tomarse el atributo de molestar los paseos de éste pobre animalito!— Rugió la baronesa y acarició al gato gordo que mantenía en brazos. — ¡Eso, quiero que le quede claro, no voy a permitírselo de ninguna manera! Mis gatos son la única compañía que me queda y siendo usted, un trabajador cuyo sueldo paga mi familia, deberá le guste o no, ser tolerante con ellos.

            Entonces su memoria difusamente le reconstruyó cierta noche de la semana, cuando Raymundo encontrándose bastante borracho,  había arrojado varias piedras a la sombra de un gato, al grito de:

— ¡Fuera de aquí maldito hijo de Satanás!

Se avergonzaba de que su garganta hubiese proferido semejante insulto, en un lugar dónde se ofrecía descanso y tranquilidad. A pesar que la temperatura de la oficina descendía a consecuencia de que el fuego de la estufa se había extinguido, Raymundo sudaba. Las gotas de transpiración inundaban su frente. Intentó reírse inocentemente logrando que tanto del gato como la dama lo miraran todavía con mayor indignación.

—Señor, doy por descartado que sabe bien como podría reducir mis quejas y aplicarle algún tipo de castigo corporal. Pero yo jamás fui partidaria de la violencia, para su suerte. Sin embargo, teniendo en cuenta que debo permanecer en vuestra exasperante compañía, créame que si yo no fuese una dama, no dudaría en despellejarlo vivo.

Raymundo bajó la mirada. No podía permanecer indiferente ante semejantes reproches de una venerable señora, y ofreció una sincera disculpa.

—No volverá a pasar—le dijo, para reafirmar su compromiso con un gesto tembloroso, sacudió la cabeza.

Como el gato parecía decirle: «Eres tan estúpido que no conoces ni el mínimo protocolo», se puso de pie y dobló su cintura  efectuando una especie de torpe reverencia.
La ofendida suspiró profundamente, para ella había finalizado la breve e incómoda conversación entre ambos, pero antes de marcharse agregó:

—Y una cosa más ¡Ya no robe mis flores!

La baronesa Zinaida dio media vuelta, y se retiró atravesando la gruesa puerta de la oficina de Raymundo, que estaba bien cerrada con llave. El hombre tragó saliva, metió la mano en su bolsillo y apretó con fuerza la llave de hierro, al sentir el frío metálico en su mano constató que aquello no era un sueño.
Arrojó en un balde el whisky que restaba de la botella y prometió dejar para siempre la bebida. Y sobre todo esmerarse en su trabajo. No deseaba que lo señalaran en el pueblo como el peor  sepulturero del mundo. Si se llegaba a saber  que los muertos, en persona, venían a quejarse.

 


FIN



Autor: MenteImperfecta © ( Adriana Cloudy)



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